hace unos días lancé un "reto" en mi cuenta de escritor de Facebook (https://www.facebook.com/jorge.laragoneses) en el cual proponía a mis seguidores que me enviaran una serie de palabras (unas 20) y con ellas construiría un relato corto. Pues bien, ya que ocupa unas cuantas páginas, lo dejo aquí a modo de entrada.
Espero que lo disfrutéis.
Estas son las palabras con las que debía hacer el relato:
Paz / Amor / Igualdad / Decencia / Asceta / mundano / espiritual / mendigo /
libertad / seguridad / emoción / aventura / Neófito / arcano / remilgada / demoledor /
Candelabro / “Cuando uno es padre aprende a ser hijo y cuando es abuelo aprende a ser papa”
Secreto de familia
Como todos los 31 de diciembre, la casa de los padres de Juan, acogía a toda la familia. Era un día muy especial para ellos pues, además de ser Nochevieja, celebraban el cumpleaños del pequeño. Está vez el duodécimo.
Tras la comida, Juan había ayudado a recoger y a reconstruir el gran salón para atender a los más de treinta familiares que comenzarían a llegar en un goteo casi continuo hasta la hora de la cena. Juan no solía ayudar, al contrario que su remilgada hermana, pero hoy trabajó como el que más, pues quería que el tiempo pasase cuanto antes para que sus primos Jaime, Marcos y Javier llegasen a casa para comenzar su ronda de juegos.
—¡Ding!¡Dong! —sonó el timbre
—Se terminó la paz —exclamó la madre de Juan levantando la mirada de las piernas de cordero que llevaba ya un buen rato preparando antes de meter al horno.
—Voy —dijo el padre al tiempo que cogió un trapo para secarse las manos mojadas de manipular el marisco.
El padre de Juan salió de la cocina para dirigirse hacia la puerta, pero Juan salió de la nada y le adelantó atravesando, por debajo, la larga mesa que habían colocado a lo largo de todo el salón.
—¡Yo abro!¡Yo abro! —exclamó Juan justo antes de abrir la puerta.
—¡Hola Juanito!¡Qué grande estas! —apreció su tía con entusiasmo, la mamá de Marcos y Javier.
—¡Vamos primos, vamos! ¡Que tengo un juego nuevo! —gritó Juan que hizo caso omiso a sus tíos.
Los tres corrieron a la planta de arriba, no sin que antes Marcos y Javier dieran los dos besos pertinentes a sus tíos. Una vez allí, Juan les mostró el videojuego que había recibido por su cumpleaños y, muy entusiasmados, comenzaron a jugar y las horas pasaron sin darse cuenta. Sólo sabían que abajo ya había mucha gente, pues el ruido de carcajadas, villancicos y sillas arrastrando aquí y allá, era importante.
Mientras Juan y Marcos jugaban su partida, Javier cogió unos muñecos y se acercó al ventanal. Se detuvo un instante a mirar hacia el exterior. Fuera estaba muy oscuro, pero, allá en un banco del parque, algo le llamó la atención. Lo que parecía un hombre desaliñado había clavado la mirada en Javier, o eso le pareció al niño que, durante unos segundos, se quedó mirando intentando dilucidar si le miraba a él o no, pues estaba a más de 50 metros y el alumbrado era muy escaso. Un instante después, cuando Javier se iba a volver, el hombre alzó la mano y la movió indicando al niño que fuera hacia él. Javier dio un paso atrás y tropezó con un juguete cayendo al suelo de espaldas.
—¿Qué haces? —le increpó su hermano.
—Marcos —dijo Javier con voz temblorosa—, ese hombre me ha dicho que vaya.
—¿Qué? ¿Qué hombre? —respondió su primo Juan sin levantar la mirada de la pantalla.
—Uno del parque. Está ahí en un banco.
—¡Ah! El mendigo —dijo Juan que parecía conocerle—. No te preocupes, siempre está ahí. Vive ahí.
Javier se incorporó y, muy despacio, comenzó a asomarse hasta alcanzar a ver el banco del parque. Para su sorpresa, y alivio, estaba vacío. Se levantó del todo y casi se le paró el corazón al ver que el hombre se encontraba ahora de pie allí abajo frente a la verja de Juan, justo de cara a la ventana.
Javier intentó articular palabra, pero nada le salió. Se quedó paralizado. El mendigo volvió a elevar la mano y, de nuevo, le indicó que fuera con él.
Javier consiguió reunir las fuerzas suficientes para dar dos pasos atrás y alejarse de la ventana hasta que aquel siniestro hombre desapareció de su ángulo de visión.
—¡¿Y el mendigo?! —gritó Juan a la espalda de Javier dándole otro sobresalto que casi lo tira ahora de bruces.
Juan y Marcos, que habían terminado la partida, rebasaron a Javier y se asomaron a la ventana.
—¿Dónde está? —preguntó Marcos—¿No veo a nadie?
—Se habrá ido al callejón. Hay veces que duerme allí si hace demasiado frío.
—Marcos —arrancó, algo lloroso—, estaba ahí abajo. Me ha vuelto a decir que vaya con él. Me da miedo.
—Vamos a buscarle —dijo Juan—. Me conoce. Le saludo todos los días.
—Pero nuestros padres no nos van a dejar salir a buscar a un mendigo —dijo Marcos.
—Les decimos que vamos un momento al parque a tirar estos cohetes y listo. Seguro que nos dejan —aseguró Juan mientras sacaba una bolsa de una caja de zapatos.
—Vale. Vamos.
Marcos y Juan cogieron los abrigos entusiasmados con la idea de correr esa pequeña aventura de buscar al mendigo que, supuestamente, había visto el más pequeño de los tres. Enseguida la emoción les inundó, pero a Javier era el miedo el que lo tenía paralizado.
—¡Vamos Javi! —le dijo su hermano.
—¡Vamos primo! No te preocupes que ese hombre es uno de esos que se pasa el día rezando y no hace daño a nadie. Mi madre dice que vive en la calle porque le gusta la libertad no porque sea mala persona. No nos va a hacer daño.
Javier se armó de valor, se puso su abrigo y siguió a Juan y Marcos por la escalera que dirigía a la planta inferior. La madera de los escalones crujía a cada pisada desvelando la bajada de los tres pequeños.
—¿Dónde vais? —preguntó el padre de Juan que fue el primero en encontrarse con los niños.
—Papá, vamos un momento al parque a tirar estos cohetes y volvemos.
—Pero daos prisa. Que vamos a empezar a cenar. ¡Ah! Y cuando volváis tened la decencia de saludar a todos, uno a uno. ¿Entendido?
—Sí, papá.
—Claro, tío —dijeron al unísono Marcos y Javier.
Juan sabía que habían tenido suerte de encontrarse con su padre y no quería jugársela a encontrarse con su madre al atravesar el repleto salón, así que decidió salir por la parte de atrás de la casa y bordearla para alcanzar la puerta principal. Un alto muro y una pequeña puerta separaban el jardín interior de la calle.
Los tres corrieron hacia la salida y, justo cuando iban a alcanzarla, una mano se agarró de uno de los barrotes y empujó la puerta duramente para intentar abrirla.
Los tres niños frenaron en seco, chocando unos con otros. El corazón casi se les sale por la boca del susto.
—¿Tendrás que llamar para que te abran? Mira que eres bruto.
—Deberían dejar abierto. ¿Quién va a entrar?
La voz de sus tíos Jacinto y Mónica, les reconfortó, a pesar de que comenzaron a discutir antes de que Juan les abriera la puerta.
—¡Hola Juanito! —dijo su tía cambiando totalmente el tono de voz.
—¡Hombre! Si están aquí los tres mosqueteros —completó su tío al ver detrás a Marcos y Javier—. Os traemos a d’Artagnan.
Tras sus tíos apareció su primo Jaime, el mayor de los cuatro jóvenes.
—Tíos, vamos un momento al parque y ahora venimos —dijo Juan interrumpiendo la retahíla de adulaciones sobre sus tamaños, pesos y caras lindas.
Sin casi dejar responder a sus tíos, los cuatro se encaminaron hacia el parque mientras comentaban con el recién incorporado lo ocurrido.
La noche era fría, pero la niebla había bajado progresivamente templando el ambiente que cada vez se antojaba más húmedo. El parque era pequeño: un puñado de árboles y arbustos que enmarcaban, junto con seis bancos, la zona central de arena. Por el extremo más alejado de la casa de Juan, el parque terminaba en una pequeña pista de frontón descuidada que solían utilizar para jugar al fútbol.
Los niños recorrieron el parque mirando a un lado y a otro. Juan, Marcos y Jaime iban en primer lugar, mientras que Javier se había ido quedando retrasado mientras sus primos mantenían una conversación que no lograba entender pues hablaban casi en clave, con toda seguridad, de chicas. Y eso a Javier no le interesaba mucho, por el momento. Era mucho más entretenido darle patadas a una lata de refresco aplastada con la que se había topado.
—¡Mirad! —exclamó de repente Marcos justo cuando habían alcanzado la valla de la pista de frontón.
Su dedo apuntaba a un local con la cristalera muy sucia, casi opaca, y cartel de “se alquila”. Entre la luz tenue de las farolas del parque que se dispersaba por la niebla perdiendo fuerza a cada metro, Marcos había distinguido otra luz vibrante que provenía del interior de aquel local.
—¿Qué es eso? —preguntó Juan.
—Parece que hay alguien dentro —dijo Jaime.
—¿Vamos? —dijo Marcos algo dudoso.
—No. Marcos. Vamos a casa de los tíos ya —sollozó desde atrás Javier.
—Ahora vamos. Echamos un vistazo y nos volvemos —dijo Marcos.
—Total, tu mendigo no ha aparecido —apuntó Juan.
Los tres mayores arrancaron a andar en dirección al local y a Javier no le quedó otra opción que seguirles. Mientras Marcos, Jaime y Javier bordeaban los arbustos que separaban el parque de la acera, Juan cogió carrerilla y saltó sobre ellos para aterrizar justo frente a la cristalera. Además de sucia, estaba irregularmente pintada a brochazos de color blanco por dentro. Los cuatro chicos, buscaron un recoveco por el que asomarse para intentar otear el interior.
—¿Qué es eso? —dijo Javier.
—Parece un… —dijo Marcos intentando que le saliera la palabra.
—¿Un candelabro? —indicó Jaime dudoso.
—Sí, sí—afirmó Marcos—. Parece un candelabro, pero es muy grande y raro.
—¿Y que hace un candelabro con velas en un local vacío? No veo a nadie —dijo Juan que recorría la cristalera de un lado a otro, arriba y abajo, buscando un ángulo mejor.
—Tampoco veo a nadie —confirmó Marcos.
—Aquí tampoco está tu mendigo, Javi —dijo Juan que estaba de puntillas en un extremo de la cristalera, con la frente pegada a la cristalera y las manos pegadas a las sienes en un intento de ver mejor el interior.
—Javi, seguro que era otra cosa —dijo su hermano mientras limpiaba el cristal de su propio vaho.
—Pues vaya rollo, ¿para esto me traéis? —dijo Jaime mirando a sus dos primos que cesaron en su empeño en ese mismo instante.
—¿Y Javi? —dijo Marcos mirando a su alrededor.
—¿No estaba contigo? —preguntó Juan a Marcos.
—No, estaba detrás de Jaime la última vez que miré.
—Sí, estaba aquí detrás, pero no le he oído moverse.
—¡Javi! —gritó su hermano, no muy alto.
Los tres chicos comenzaron a buscarle, primero tras los arbustos que tenían a sus espaldas, por si se había escondido y les estaba gastando una broma. Después se acercaron a la pista de frontón, a comprobar si se había aburrido y echaba de menos su lata. Las llamadas se intensificaron en volumen y constancia. Poco después, también en desesperación.
Buscaron aquí y allá. Se separaron sin siquiera planearlo y volvieron a reunirse en el centro del parque. Definitivamente, Javi no estaba allí.
—Mierda, mierda, mierda —dijo Marcos agachando el cuerpo hasta tocarse las rodillas con las manos— ¿Dónde estás?
Los tres se quedaron mudos durante un momento, intentando pensar, pero ahora el frío era demoledor a pesar de que la niebla seguía tan espesa como antes. Las manos y la cara al descubierto comenzaban a dolerles.
En ese instante, algo les hizo girar la cabeza de nuevo hacia el local. No sabían que había pasado, pero los tres lo habían notado. De nuevo, un cambio en la iluminación proveniente del local.
—Las velas —dijo Juan.
—Se están apagando —terminó Jaime.
—¡Vamos! —exclamó Marcos.
Los tres echaron a correr hacia el local y volvieron a pegar sus caras al vidrio justo en el momento en el que la última vela del candelabro se apagó.
Silencio. Los tres querían hablar, pero nada salió de sus gargantas durante unos segundos.
—Hab…Habe…¿Habéis visto eso? —logró decir Marcos.
—Era Javi —dijo Jaime petrificado.
—Y…el mendigo —dijo Juan.
Los ojos de Marcos se llenaron de lágrimas pues, aunque le gustase fastidiar a su hermano pequeño, era amor puro lo que sentía por él.
—¡Vamos! —dijo Jaime que, ejerciendo de primo mayor, reaccionó tras un breve lapso de aturdimiento— ¡Seguidme!
Jaime dio tres zancadas y se plantó delante de la puerta del local y la aporreó con fuerza, pero estaba cerrada y, por supuesto, no cedió ante la escasa contundencia de un esbelto niño de 14 años. Juan y Marcos no habían alcanzado a Jaime, cuando este echó de nuevo a correr hacia la esquina por la que se perdió con una agilidad pasmosa.
—¡Corre! —gritó Juan a Marcos que aún se encontraba en shock.
Y Marcos corrió. Tanto que enseguida rebasó a Juan y recortaba camino a Jaime. Marcos acababa de adivinar el plan de su primo mayor. O la esperanza. Esperanza de que hubiera una puerta trasera pues aquel mendigo debía haber entrado por algún sitio.
Jaime alcanzó la siguiente esquina y volvió a perderse hacia la derecha, esta vez seguido de cerca por Marcos y Juan, que apretó el ritmo al ver a su primo desbocado.
—¡Vamos! —gritó ahora con fuerza Marcos.
La adrenalina había comenzado a inundar su cuerpo pues esperaba encontrarse cara a cara con el raptor de su hermano y entre los tres se lo arrebatarían probablemente llegando a las manos. Pero Marcos no tenía ni idea del arcano asunto que les esperaba al final del callejón que acababan de tomar. Si la orientación no les fallaba, aquel estrecho empedrado mal cuidado les llevaba directamente a la parte trasera del local.
El local estaba oscuro, pero, en cuanto sus ojos se adaptaron, las formas comenzaron a estar claras y el espacio cobró sentido. Un corto pasillo parecía dar a una sala en la que había más luz. A tientas, se acercaron hasta ella. Jaime, Marcos y Juan iban agarrados por los abrigos mientras avanzaban casi empujándose unos a otros para continuar. Se asomaron con extremo cuidado a la sala que crecía a izquierda y derecha, sobre todo hacia este último lado. En él había más luz, pues la pintada cristalera comenzaba casi frente a ellos y hasta el fondo. Hacia el otro lado, sólo oscuridad. No alcanzaban a diferenciar nada. Casi por acto reflejo, se dirigieron hacia la zona iluminada a duras penas por el alumbrado exterior.
—¡Mirad!, el candelabro —masculló Marcos.
—¡Papa! —grito sin poder contenerse.Los niños dieron un respingo. Aquel sonido había atravesado sus corazones deteniéndolos un instante. Corrieron en dirección contraria hasta pegar sus cuerpos contra la sucia pared.Sus dedos temblaban buscando una rendija, una puerta oculta, una vía de escape. Sus voces se habían quebrado por completo. Sus ojos se esforzaban casi hasta doler para diferenciar una figura que debía estar allí. Aunque no lograban encontrarla.
—¡Mirad!, el candelabro —masculló Marcos.
—¡Papa! —grito sin poder contenerse.Los niños dieron un respingo. Aquel sonido había atravesado sus corazones deteniéndolos un instante. Corrieron en dirección contraria hasta pegar sus cuerpos contra la sucia pared.Sus dedos temblaban buscando una rendija, una puerta oculta, una vía de escape. Sus voces se habían quebrado por completo. Sus ojos se esforzaban casi hasta doler para diferenciar una figura que debía estar allí. Aunque no lograban encontrarla.
Una mesa, quizá tan antigua como el enorme candelabro que descansaba sobre ella, era el único mobiliario que alcanzaban a ver. Juan se acercó a la cristalera pues intuyó movimiento en el exterior. En efecto, la familia casi al completo estaba en el parque. Parecían preocupados. Se movían de un lado a otro.
—Nos están buscando —susurró.
—¿Qué? —contestó Jaime
—Nuestra familia, nos están buscando —dijo Juan apurando un poco el tono de voz para lograr ser escuchado.
La voz de Juan asustó a los tres niños, pues sabían que entre el silencio sepulcral que les envolvía, el sonido de cada sílaba había atravesado la sala y se habría adentrado en otros habitáculos. Si los hubiera.
Cuando Juan se giró de nuevo para volver a mirar al exterior su padre se acercaba de frente.
—¡Pum! —un fuerte golpe inundó el local casi al mismo tiempo que el alarido del niño y acto seguido unas pisadas corretearon allá al fondo y se detuvieron súbitamente.
Pocos metros tras la mesa, que les protegía de un ataque frontal, la luz desaparecía hasta extinguirse por completo. Alguien había cerrado la puerta, cuya figura se dibujaba rebasando el corto pasillo, adentrándose en la sala. Ahora, no podrían asegurar que la salida siguiera allí. No había absolutamente nada.
Cuando la idea de poder morir allí comenzó a rondar sus cabezas, de nuevo tres pasos se escucharon a lo lejos. Después un sonido metálico. Un chirrido que les hizo rechinar los dientes y estremeció sus cuerpos. Como por arte de magia, una luz apareció en el suelo, aunque no alcanzaban a ver bien pues el candelabro se interponía en su camino. Una figura grande se movió y, por un instante, ocultó la luz casi por completo.
Los niños no eran capaces de moverse. Sin quererlo, Marcos y Juan habían terminado detrás de Jaime a quien apretaban contra ellos.
—No dejáis que me mueva—dijo Jaime estirando la boca para hablar hacia atrás—. Así no podré hacer nada.
Esas palabras sacaron al grupo del pánico pues, al percatarse de cómo tenían maniatado a Jaime, las caras de Marcos y Juan dibujaron un atisbo de sonrisa.
La luz continuaba intacta al fondo, pero no alcanzaban a ver bien. Decidieron desplazarse para tener un mejor ángulo de visión. A trompicones, se movieron en grupo hacia la esquina donde comenzaba el vidrio que daba al exterior. El inicio estaba totalmente pintado de blanco, por lo que fueron moviéndose paso a paso sin perder de vista la luz del fondo. Comenzaron a tener algunos recovecos por los que mirar hacia fuera. El parque estaba desierto. Su familia se había marchado. La desesperanza inundó sus corazones.
—Primos, mi hermano debe estar allí. Tenemos que salvarlo.
Marcos sabía que, al igual que él, sus primos estaban muertos de miedo y que la euforia de unos minutos atrás había quedado en el olvido. Debía echarle coraje. En ese momento pensó que, si la situación fuera al revés, en igualdad de condiciones, su hermanito habría tenido las agallas para cruzar la sala e ir a buscarle.
—¡Vamos! —dijo Marcos abandonando el susurro.
El pequeño comenzó a andar decidido hacia la luz del fondo que ahora veía claramente. Provenía de un agujero en el suelo. Una trampilla lo había ocultado. Cuando casi había alcanzado la abertura comenzó a diferenciar lo que la oscuridad había ocultado hasta el momento. No había nada más allí. La pared del fondo estaba justo tras la trampilla, de hecho, esta estaba apoyada contra el muro. Una escalera descendía.
Se había detenido a unos tres pasos de alcanzar a ver a donde dirigía aquella escalera y, cuando se volvió a armar de valor para cubrir la distancia que le quedaba, le agarraron por detrás.
—Espera Marcos. Vamos contigo —dijo Jaime situándose a su izquierda.
De repente, Juan apareció por su derecha, cruzando una mirada cómplice con su primo.
—Yo iré primero —dijo Jaime adelantándose sin pensarlo dos veces.
Se colocó sin titubear y comenzó a descender. Marcos y Juan fueron después.
La escalera descendía durante más de cinco metros en los que alrededor sólo había cemento dibujando un espacio perfectamente cuadrado y pequeñas lámparas situadas sin orden aparente, que proveían a la estancia de una lúgubre luz amarilla.
Jaime se detuvo al alcanzar lo que debía ser el techo del habitáculo inferior. Se descolgó de una mano hasta situar la cabeza a la altura de los tobillos. Miró aquí y allá, pero no vio a nadie. Sin decir nada, continuó descendiendo hasta tocar suelo. Los tres se encontraban en una habitación con tres puertas, una a izquierda, otra a derecha y la otra frente a ellos. Nada más había allí. Cada puerta era distinta, de izquierda a derecha, madera, metal y algo que parecía vidrio oscurecido, pues reflejaba la imagen del fondo.
—¿Qué hacemos? —dijo Juan.
—¿Nos dividimos? —propuso Jaime sin mucha seguridad.
—No nos separemos, es lo que quiere. Vayamos los tres por la de enfrente —dijo Marcos convencido.
Y así hicieron. Los tres cruzaron la sala y Marcos tiró del pomo hasta abrir la puerta por completo. El fuerte crujido de las bisagras parecía revelar que llevaba mucho tiempo cerrada, pero los niños no se percataron de eso.
Unas telas pesadas y polvorientas cubrían el paso. Las empujaron hacia arriba y los lados para liberar su paso, pero parecían no acabarse. Continuaron andando y empezaron a toser, pues el polvo inundaba el poco aire que parecía haber allí.
—¡Más rápido! —dijo Juan que iba en retaguardia y notaba como su pecho se estaba cerrando. El asma comenzaba a hacer estragos.
Sus dos primos aceleraron el paso, pero cuanto más rápido iban, más polvo lanzaban.
—¿Veis el final? —preguntó Juan cada vez más agitado. La situación empezaba a agobiarle más de la cuenta.
—No, Juan. Pero debe quedar poco —dijo Jaime.
—¡Aquí! —gritó Marcos que había adelantado a Jaime—. Una puerta.
Una puerta de madera oscura con muchas figuras talladas se erigía frente a ellos. Giraron el pomo, pero no se abrió. Tiraron con fuerza, pero no se movió. Empujaron, patalearon, golpearon y buscaron alrededor por si hubiera algún mecanismo secreto, pero no encontraron nada. Ahí seguía la puerta, intacta, riéndose ante sus narices, pues Juan se había sentado en el suelo y ella parecía saber que sólo tenía que permanecer cerrada para acabar con aquella pequeña criatura.
—Juan, respira despacio —dijo Jaime.
—Toma, ponte mi bufanda en la cara. Respira ahí —dijo Marcos.
Pero Juan no paraba de toser. Cada vez más fuerte y seguido. Cada vez desde más adentro.
Cuando la desesperación había vuelto a hacer mella en el grupo, la puerta se abrió.
—¡Venid! —dijo una voz rota desde el otro lado.
Jaime y Marcos tiraron de Juan con todas sus fuerzas, sin pensar que les esperaba delante. Los chicos cayeron exhaustos al lado de unas botas rotas y desabrochadas. Unos pantalones vaqueros hechos jirones continuaban hasta dar con un chaleco grande de cuadros que cubría un jersey gris bañado por una barba grisácea y descuidada.
—El mendigo —logró decir Juan desde el suelo.
—Toma chico, bebe esto. Te calmará —dijo el hombre.
—¡¿Dónde está mi hermano?! —interrumpió Marcos.
—Cada cosa a su tiempo. Tu amiguito va a dejar de respirar si no bebe esto.
Los tres niños intercambiaron miradas. La situación era totalmente inesperada. No sabían cómo reaccionar, pero era cierto, Juan estaba bastante mal.
Jaime tomó la taza y se la acercó a la cara para oler el contenido. Parecía algún tipo de infusión aromática. No había atisbo de nada raro, así que se la ofreció a Juan.
—No tenemos tu inhalador. Quizá te venga bien esto —dijo Jaime.
Juan cogió la taza, dio un pequeño sorbo y luego uno que no terminó hasta finalizar por completo el líquido.
—¿Dónde está mi hermano? —insistió Marcos.
—Mirad pequeños —comenzó a decir el mendigo con voz muy sosegada—, soy un asceta. Seguramente os preguntaréis qué es eso. Hace tiempo era como vuestros padres: trabajo, obligaciones, facturas…Hasta que conocí al maestro. En ese momento dejé a un lado los bienes materiales y seguí la senda espiritual. Me habían hablado de tu hermano. Llevaba una vida mundana. Se había salido del camino correcto. Lo he visto en sus ojos. He visto la pulcritud de su alma y he sabido en ese mismo instante en el que hemos intercambiado la mirada que todo era cierto. Debía venir con nosotros.
—¿Con nosotros? —preguntó Marcos, inquieto.
—Sí, con tu abuelo y los demás.
—Mi… ¿abuelo?
—Sí, tu abuelo. El maestro. Tu hermano ahora es un neófito de nuestro credo.
—¡Estás loco! —gritó Jaime—. ¿Dónde está mi primo?
El mendigo se agachó para incorporar a Juan.
—Venid —dijo al comprobar que el niño estaba mejor.
Atravesaron una sala repleta de muebles mal apilados y figuras religiosas por doquier. La puerta que daba a la siguiente habitación estaba abierta. Varias luces titubeaban al otro lado. La pared era de color granate, muy oscuro.
—Pasad —dijo el mendigo haciéndose a un lado para dejar paso a sus invitados.
Los niños se adelantaron y entraron en la tétrica sala. Parecía una pequeña iglesia. Cuatro filas de bancos separadas por un pasillo central, se situaban frente a un altar de madera tras el cual, un gran retablo del mismo material, cubría por completo la pared del fondo. Una escena de Jesús con unos niños rodeándole era la única talla de tan magnifica pieza.
Delante del altar, una persona de poca envergadura, cubierta por completo con una túnica azul oscuro, parecía rezar arrodillada. Marcos corrió hacia ella con la esperanza de que fuera su hermano. Destapó su cabeza tirando de la capucha con fuerza.
—¡Javi! —exclamó de alegría antes de apretar con fuerza a su hermano contra su pecho.
—Te lo dije —dijo Javier sollozando—. El mendigo quería que fuera con él. Él me cogió y me llevo con el abuelo Tadeo. Dicen que ahora soy uno de ellos.
—¿De qué hablas?
—Marcos, me han bautizado —dijo Javier levantando la mirada hacia los ojos de su hermano mayor.
—Pero, si tú ya estás bautizado.
—Eso le dije al abuelo. Él también lo sabía, pero me dijo que no se había hecho bien. Hicimos un ritual. He tenido que beber algo asqueroso. El abuelo me ha dicho que me sentiría mucho mejor después.
Marcos no entendía nada. Aquello parecía un sueño. ¿Qué hacía su abuelo materno en Nochevieja metido en un sitio como ese? En ese momento de percató de lo tarde que era. La familia debía estar muy preocupada.
—¡Vamos! —dijo Marcos—. Nos vamos.
El mendigo cerró la puerta y se dirigió hacia ellos.
—No podéis iros. Aún no.
—Déjanos ir —gruñó Marcos.
—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Javier.
—No podéis salir —repitió el mendigo.
Sin dudarlo un instante, Jaime y Juan corrieron hacia él y, de un fuerte empellón por la espalda, lo derribaron.
—¡Corred! —dijo Jaime.
Corrieron hacia la puerta, pero estaba cerrada.
—¡Por allí! —dijo Javier señalando una especie de confesionario.
Se metieron y descubrieron una portezuela. La abrieron y atravesaron un estrecho pasillo iluminado por velas. Alcanzaron otra puerta cuando, tras ellos, un ruido delató la presencia de alguien. El mendigo se acaba de adentrar en el corredor.
—¡Esperad! —dijo.
Los chicos empujaron la puerta que cedió rechinando. La cerraron empujando con todas sus fuerzas. Por suerte, una llave antigua estaba metida en el ojo de la cerradura. Jaime la giró hábilmente en el preciso instante en el que el pomo giró acompañado de un fuerte golpe.
Al ver que no se abrió, los niños respiraron tranquilos.
—Hola niños.
Una voz amable les sorprendió mientras continuaban oteando la puerta como si no confiaran en que un simple cerrojo pudiera contener los empujones que el mendigo continuaba asestando desde el otro lado.
—¿Qué hacen aquí mis nietos favoritos?
Los niños se giraron. Allí estaba, de pie, el abuelo de Marcos y Javier.
—Abuelo, ¿qué está pasando? —dijo Marcos desconcertado. Aún no se creía que su abuelo estuviera allí de verdad.
—Siento la forma en que ha ocurrido todo esto. Tu mamá debía haberos traído con nosotros, pero decidió obviar el legado que nuestra familia ha ido pasando de generación en generación.
—¿El legado? ¿Qué legado? —preguntó Jaime con curiosidad.
—Tú debes ser Jaime. Conozco a tus padres. Os contaré una pequeña historia, así haremos tiempo hasta que Javier pueda salir de aquí.
—¿Por qué no puedo salir de aquí, abuelo? —dijo Javier preocupado.
—Claro que puedes salir, pero debemos esperar hasta que den las doce de la noche. Cuando comiencen las campanadas, podrás salir. Es necesario para que el ritual que hicimos antes surta el efecto esperado. Así fue escrito.
Los niños no entendían nada. Aunque era el abuelo de Marcos y Javier, Jaime y Juan estaban algo asustados y a la defensiva. Algo similar les pasaba a los otros dos, pero en ese momento tenían más curiosidad que miedo.
—Abuelo, es muy tarde. Nuestros padres deben estar muy preocupados —insistió Marcos.
—Lo sé. No era mi intención, pero debía hacerlo. No logramos llegar a tiempo contigo y no podía permitir que pasase lo mismo con tu hermano. Cuando uno es padre aprende a ser hijo y cuando es abuelo aprende a ser papá. Y sé que, con el tiempo, tu madre se arrepentiría de que ninguno sigáis la tradición.
—¿Qué tradición? —preguntó Javier que comenzaba a desesperarse pues no entendía nada de lo que decía su abuelo.
—A ello voy. Hace varios siglos, uno de nuestros antepasados era una persona con mucho poder y dinero. Su vida y la de su mujer se centraron en el trabajo y en hacer crecer su fortuna. Eran muy felices, o eso creían ellos, pues cuando llegó su primer bebé, no cabían en sí de gozo. Aunque, obviamente, podían permitirse contratar sirvientas para ayudar con las necesidades del bebé, la mamá comenzó a alejarse del trabajo para dedicar más tiempo a su hijo. Su marido, cuya sangre corre por vuestras venas, no aceptó de buena manera aquel comportamiento y, aunque quería mucho a ambos, sus responsabilidades laborales eran primordiales para él. Poco a poco la familia se fue disgregando. Lo que hasta hacía unos meses era puro amor, poco a poco tornó en calvario. Pero el tormento estaba por llegar. Una mañana, cuando el bebé comenzaba a dar sus primeros pasos, la mamá lo sacó a pasear. Ella lo sostenía por los bracitos mientras el pequeño andaba a trompicones. Bajaron el pequeño escalón que separaba la puerta de la entrada del suelo de la calle. Se dirigieron, pasito a pasito, en línea recta hacia un pequeño parque que había justo enfrente. Un grito ensordecedor se grabó en el cerebro del marido y papá, que trabajaba en el despacho de la primera planta cuya ventana daba a la parte delantera de la casa. Era el de su mujer. Se asomó y la dantesca escena le hizo caer a plomo como si sus rodillas hubieran desaparecido de repente. En estado de shock, se levantó ayudándose del sillón y corrió escaleras abajo. Cuando salió de la casa poco pudo hacer por la vida de su esposa. Un coche de caballos les había arrollado, pero, al parecer, ella había utilizado su cuerpo para proteger al bebé que, aunque tenía algunas magulladuras, estaba intacto. Aquel trauma caló tan profundo en su alma que lo perdió todo. En pocas semanas, la calle era su nuevo hogar. Ataviado con un sucio traje y con su hijo en brazos, nuestro antepasado recorría las calles sin rumbo alguno. No hablaba con nadie y nadie le hablaba a él, aunque no le faltaba comida para el pequeño. Entonces, un día, él mismo contaba que tuvo un sueño. Soñó con su esposa. Le pidió que no malgastara su vida. Que viviera. Que ayudase a los demás. Y eso hizo, desde entonces, el mendigo comenzó a ayudar a todo el que lo necesitaba. Iba aquí y allá echando una mano donde podía y, poco a poco, todo el mundo le conoció. El tiempo pasó, y su hijo se fue haciendo mayor. El hombre poseía el don de la palabra, y comenzó a predicar. En todos lados, con pequeños y mayores, hablaba sobre la banalidad de la vida material, de lo realmente importante, de la felicidad y cómo alcanzarla. Su hijo lo acompañaba a todos sitios. Poco a poco se hizo famoso y gente de otros pueblos se movilizaba para escucharle. No se sabe muy bien cómo, pero un día murió. Era aún joven. Se cree que alguien cuyos intereses eran contrarios a lo que exponía nuestro antepasado lo asesinó, pero nunca se supo a ciencia cierta. Fue entonces cuando su hijo fundó nuestra orden. No tiene nombre, pues no lo necesita. Todos los puros de espíritu forman parte de ella sin saberlo, todos los que ayudan a los demás, los niños libres de crueldad como vosotros…
—¿Y por qué me habéis bautizado, abuelo? —preguntó Javier confuso.
—Buena pregunta. No es necesario acto alguno para pertenecer a nuestra orden, pero tú eres el llamado a seguir la vida que siguió tu antepasado y eso requiere de un pequeño ritual que generación tras generación sólo se lleva a cabo con una persona de la familia. El libro que escribió Mateo, el hijo de tu antepasado cuyo nombre desapareció con su alma, te será entregado cuando cumplas 35 años. En ese momento deberás leerlo. Aunque no lo creas, tu vida cambiará de forma radical. Por supuesto, para mejor. Seguro que ahora tienes muchas preguntas. Tantas o más que las que yo tuve cuando me escogieron a mí. Ahora eres muy joven para comprender, pero sólo debes recordar una frase que te acompañará siempre: el mundo es un lugar inhóspito, agresivo e, incluso, cruel, pero con pequeños gestos de bondad podemos hacerlo mejor. Hemos de hacerlo mejor, y eso es lo que hacemos aquí, y lo que, algún día, harás tú.
—¡Ding! ¡Dong! —replicaron las campanas de alguna iglesia cercana.
—Ahora, niños, podéis ir con vuestros padres. Pero no habéis de contar lo sucedido pues os tomarán como a mentirosos. Los mayores no pueden entender las cosas que, de algún modo, se escapan a su razón. Decid que os persiguió un perro o algo así. Aunque viendo la cara de vuestro primo, seguro que se os ocurrirá algo.
Los niños miraron a Juan y se rieron. Por fin. La inesperada aventura les había revelado un antiguo secreto de familia que no debían confesar. Antes de salir, los cuatro pactaron que nunca dirían lo que ocurrió aquella noche.
—Por cierto, feliz año nuevo primos —dijo Javier.
—¡Feliz año nuevo! —repitieron los otros tres al unísono.